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Lo sagrado y lo profano: Acerca de la tierra y el territorio

En los últimos años hemos presenciado la recuperación del antiguo concepto de “territorio” que había caído en descrédito ya cuando Ratzel, su creador moderno, le atribuía la significación de espacio bajo dominio, intentando así apuntalar las bases de los estados-naciones de la modernidad occidental.

La historia de Europa y su expansión colonial volvieron a este concepto tan utilitario, sinónimo de espacio vital, fronteras seguras y destino manifiesto, generando así un rechazo unánime especialmente en los pensadores postcoloniales y en los poderes emergentes del reparto mundial de mediados del siglo XX.

Los nuevos posicionamientos geopolíticos derivados de la globalización acelerada y la mundialización de las lógicas económicas capitalistas, han vuelto a recuperar el antiguo concepto de territorio para ubicarlo en un lugar central de las nuevas sociologías rurales y los movimientos emergentes de la desposesión de los pueblos originarios y las inmensas poblaciones agrícolas despojadas sistemáticamente de sus bases de sustentación.

Queremos decir que este concepto tiene una larga historia en las espacialidades y ahora en las ciencias sociales. Pero también no es casualidad el propósito de su reposicionamiento en el campo de las significaciones a caballo de las nuevas lógicas emancipatorias que bullen en las entrañas de nuestra América.

Hasta no hace mucho tiempo los conceptos que predominaban eran los de nación, región, localidad, comunidad, pueblo , arropados en las luchas por la liberación de los países de la América latina. La pérdida de tantas batallas libertarias y soberanas, subsumidas en este presente de decadencia del pensar propio y de imitación reflexiva, desdibujó las nacientes coincidencias que hacían al núcleo de nuestras genuinas identidades, recomponiendo las categorías del pensar en un relativismo conceptual que significó, como cruda presea histórica, la desvalorización de nuestras más profundas convicciones en el altar de un pensamiento único que confundió, intencionadamente, semántica estructural, con sentimientos de identidad y de autonomía.

Cuando recrudecían en nuestra tierra las políticas de devastación corporativa, los restos extenuados pero aún pensantes de las inteligencias nacionales comenzaron a construir alternativas simulatorias sobre viejos conceptos repotenciados, como una forma de amparo y sobrevivencia, que no aspiraba a más de transcurrir esta cruda etapa ,para las nuevas batallas que la dialéctica al uso había profetizado en el siglo XIX.

Se trataba de buscar en el baúl de los restos revolucionarios, algún concepto no trillado que reverdeciera la autoestima de los pocos que aún no transaban con las lógicas neoliberales en el paraíso del consumo. Y allí reapareció el territorio y la territorialidad, ahora atado a las justas reivindicaciones de los pueblos sumergidos y de las identidades invisibles.

Ya no se podía hablar de pueblo, de nación, de comunidad, de movimiento. Era correcto hablar de originarios, de etnias, de territorio, de organizaciones sociales, de campesinos y de marginados; como si la selección de los términos cuidadosamente adaptados , obrara como un mantra que dijera pero que no ofendiera hasta desaparecer en la marea neoliberal.

Pero el país y la región pensados en la fijación de los conceptos, cambiaban vertiginosamente, más rápido y violentamente que las nuevas teorías europeas que pontificaban contra un territorio construído desde el panóptico del poder y la preeminencia del acontecimiento, en los lugares centrales donde nunca ocurría nada diferente, pero que iluminaba al mundo con su racionalidad expansiva, tan nociva como los negocios de la culta Europa en el festival de la concentración de la riqueza.

Y los epígonos de la nueva sociología y la antropología crítica apelaron, sin maldad ni trascendencia , a los caprichos devenidos en dogma de los filósofos posmodernos, para hacer arqueología del poder y semiología de la transgresión, que copiamos calurosamente en esos años de confusión y democracias pragmáticas; olvidando que la memoria de los pueblos no se nutre de sintagmas, sino de símbolos vívidos y carnaduras que alegran y lastiman esta persistencia de estar en el mundo como es.

Y de ese modo, la noción de territorio, pasó a ser un núcleo semántico ineludible en la inabarcable tarea de pensar el neocolonialismo en sus renovaciones categoriales, dando por supuesto que todo puede explicarse si estamos munidos del adecuado bagaje de instrumentos reflexivos que pueden dar fe de lo que nos ocurre. Y tampoco es casualidad que, a tenor de los nuevos paradigmas científicos de la complejidad y el caos, tenemos a la mano un concepto que, aferrado a la vieja espacialidad irresuelta, fija una pertenencia y una certidumbre de la que carecíamos cuando pensábamos en proyectos nacionales y en soberanías consolidadas.

Y esa ubicuidad conceptual toma el peso ontológico de una consigna necesaria , es decir útil, funcional, que ya no nos habla de la autenticidad de la instalación en un suelo sentido como uno mismo en la simple tarea de vivir, sino de una categoría para explicar lo alienado de nuestra situación en un mundo que no nos pertenece.

Qué ha sucedido con esa fuerte e incómoda creencia de sentirnos parte de la tierra madre, que ha cambiado para ya no estar sembrados en la fertilidad cósmica, en la simple y plural seminalidad de ser semillas de una eternidad desgastada?

Una vez más, como en la historia humana de los últimos milenios, nos protegemos de la intemperie en la compleja trama de las seguridades ontológicas, dejando afuera a la maldad y a los dioses, arriesgando dejar afuera el abismo y la trascendencia, como antes lo hemos hecho tras de la seguridad de los muros urbanos.

Y tenemos una memoria del olvido, un recuerdo selectivo que nos dice permanentemente que la construcción humana es un recurso intempestivo para enfrentar medrosamente la intemperie del vacío y lo insondable.

Ese olvido de la tierra no es casual, corresponde a un momento de la civilización planetaria en que nuestro sustento primordial, es únicamente, una variable intercambiable en el conjunto de categorías relacionales que alimentan nuestros sueños de dominio y eternidad.

Creo que es difícil hablar de la tierra; es la misma simbología de la simpleza, es la desnudez primigenia encarnada en existencia, es el fundamento que anunció el extravío de la búsqueda del ser en las sinuosidades de la filosofía occidental. La tierra no se nombra al uso de los supuestos esenciales, porque ella misma trasciende la esencialidad en un asombro impredescible. No se puede nombrar a la tierra como no se puede nombrar a la infancia, no podemos hablar de la tierra como territorio de los sueños, hablamos de ella como la matriz de nuestras vivencias; no la limitamos, no ejercemos un poder topográfico sobre el útero que nos envuelve, y nos apasiona.

Esa simplicidad manifiesta se hace invisible en el reino de lo categorial, no puede verse lo que no alumbra con su propia luz.

Las antiguas culturas se preocuparon por comprender humanamente que era este trascender del hombre en el mundo terrenal. No tiene cabida en este pensar de la trascendencia la posibilidad del uso y de la apropiación. Las altas civilizaciones agrícolas respetaban categóricamente los ciclos calendáricos que recomponían la permanencia. La territorialidad era impensable, tan impensable como la otredad. El concepto del próximo y el extraño nació en los albores de la filosofía griega, cuando algunos hombres se propusieron fijar la fluidez de los ciclos cósmicos en aras de acaparar energía dispersa para cumplir con la acumulación originaria. Entonces pensaron un mundo arrasado por el humor de los dioses pero constante en sus leyes racionales; donde la locura por primera vez tenía un límite, una conectividad que no se podía transgredir, a riesgo de entrar en lo impensable. Lo impensable, como lo inabarcable, era el horror, lo bárbaro y nefasto en la fragilidad de la existencia.

Hoy la otredad no se sustenta en el extrañamiento sino en la pertenencia, la barbarie no radica en la ignorancia cultural, sino en la diferencia. Los diferentes son víctimas propiciatorias de una globalización arrasadora que no deja resquicios para la necesaria posibilidad de ser íntegramente. Y por una constante de transferencia simbólica, se produce el reclamo por el territorio. No se concibe una comunidad sin asentamiento territorial, como no se concibe una propiedad sin suelo genuino. Se transfiere una reivindicación de la cultura a los márgenes de las difusas interculturalidades globalizadas.

Es difícil, ciertamente, oponerse con algún rédito, a las legítimas aspiraciones de los oprimidos , pero es posible intentar una nueva representación hermenéutica que allane la analítica social.

Cómo se diferencia el sinuoso pasaje de etnia a nacionalidad inconclusa, cuando se deposita la soberanía en un Estado debilitado y la identidad en un catálogo de cosmovisiones reformadas?

El concepto al uso de la tierra, rompe las lógicas categoriales. No se puede pensar el arraigo como no se puede pensar el nacimiento desde una genética decodificadora de ADN. La constancia de la terraneidad de nuestro arraigo no es un derive fantasmático de lo indescifrable.Estamos aquí y pertenecemos aunque las consecuencias de este acontecer no puedan ser descifradas. El territorio, producto directo de la consolidación de los estados europeos, es sólo una tenue explicación que encubre las aspiraciones de las burguesías prósperas de dominar los esquivos espacios de la intempestividad.

Decíamos poco antes, que estos nuevos apóstoles de la antropología funcional, en plena guerra de Vietnam, y, ante la evidente derrota, pergeñaban explicaciones analíticas sobre la tozudez de estos pobres pueblos primitivos, que no hacían más que oponerse a la razón triunfante.

La misma deriva epistemológica nos condujo, en épocas de confusión, a interpretar las auténticas luchas de los desposeídos coloniales, como luchas por el territorio, lección sabiamente aprendida de las viejas complicidades que cargaban la noción de territorio con el sustrato político del poder.

Es correcto, no existe dominancia sin transgresión; no existe dominio sin violencia, pero tambien, no existe territorio sin ideología autonómica , no existe autonomía sin autogobierno. Queremos decir, el uso contemporáneo de la territorialidad se da de bruces con las aspiraciones de consolidación de los espacios nacionales como instrumentos autónomos de decisión y soberanía frente a los poderosos concentrados.

Creemos necesario hacer una aclaración: desde hace años que transitamos los senderos de los pueblos postergados, desde aquí podemos afirmar que las luchas de las comunidades no se direccionan en la afirmación territorial, sino en un horizonte simbólico que abarca la plenitud de la existencia y el arraigo existencial como fundamento del sentido de la propia vida y de la persistencia comunitaria. La lucha por la tierra no debe confundirse con una aspiración a títulos jurídicos, es la misma deriva biológica y vegetal a un crecimiento genuino y fértil que generó las armonías culturales de milenios de condensaciones antrópicas en el campo de las disipaciones energéticas.

No tenemos la intención de desvalorizar una categoría de la analítica social que puede ser útil en el intento de abarcar racionalmente los imprevisibles reacomodamientos de la cruda instalación planetaria del usufructo apoderativo. Lo que intentamos destacar es en qué medida este neoconcepto de territorio nos permite pensar nuestras desventuras como variantes apropiadas de un modelo global.

La tierra tiene un peso preóntico e impensable que intimida, porque no es un concepto aislado , es una valoración intrínseca que nos ayuda a comprender nuestra presencia en este tiempo y en esta espacialidad recortada, que no da razón de una topografía reivindicada, sino que exige una simple posibilidad de ser entre los entes para cumplir con la costumbre y con el orígen que, ciertamente, está delante de nosotros.

En ciernes, no deslegitimamos el concepto de territorio, no devaluamos el bagaje conceptual de la desterritorialidad, simplemente intentamos despojarlos de un peso ideológico que no los aliviana, muy por el contrario, los carga de una intencionalidad que los empobrece haciendo de ellos elementos funcionales de un conjunto identitario que se legitima en su propia veracidad. No es casualidad que el territorio se haya convertido, por intervención de las grandes ONG reparativas, en una consigna necesaria en desmedro de las fuertes ligazones comunitarias que durante décadas construímos en esta Patria Grande conflictiva, pero que , no tenemos dudas, es el único camino para liberarse de las sujeciones globales y cumplir el mandato original de estar en este suelo para estar no más.

Así afirmamos que la resignificación del concepto de territorio está sujeta a la racionalidad de las teorías de la interculturalidad y el bilingüismo, en un nuevo diálogo donde la espacialidad se debilita

cobrando ímpetu la dialéctica territorio-autonomía por sobre la antigua oposición tierra-soberanía. Este reacomodamiento de las categorías políticas obedece a las nuevas ofensivas por la espacialidad que las grandes corporaciones vienen ejecutanto aceleradamente en el modo de la acumulación por apoderamiento que caracteriza al actual extractivismo globalizado.

Queremos decir, el brutal avance sobre la espacialidad planetaria empeñada hoy en el control absoluto de la biosfera, alienta el diálogo intercultural con los territorios de autonomía, negando el lugar central de las soberanías nacionales. Y en esta nueva dialéctica entre los pueblos originarios y el paradigma occidental, ya sabemos quien pierde.

No es casual en este complejo entramado, la revalorización que se hace de las cosmovisiones olvidadas, el lugar de predominancia de las “naciones originarias”, la importancia de reconocer los legítimos derechos de los ancestrales. Tenemos la certeza de que se monta un nuevo escenario de despojo sobre las legítimas aspiraciones de los pueblos oprimidos. Una nueva fragmentación del pensamiento, propia de la sociedad del conocimiento, va tomando forma, se trata ahora de hacer sustentables a las antiguas culturas, de preservar los territorios naturales como antes lo hicieron con el ambientalismo de mercado de las corporaciones de la ecología.

Sabemos de que hablamos, luchamos hace tiempo y codo a codo con los hermanos campesinos del Norte argentino en la defensa del territorio y de las comunidades. Enfrentamos a las topadoras y a las bandas armadas de los barones de la soja y del azúcar. Resistimos tozudamente el avance del desmonte y de las fumigaciones En suma, defendemos la tierra madre.

Y esta pertenencia que nos llena de orgullo, nos hace imperativo el pensar las complejidades y ocultamientos de una realidad siempre cambiante, donde estamos obligados a hacer el esfuerzo de pensar la totalidad para torcer el saqueo cotidiano.

Luchar por el territorio en nuestros países de América es luchar también contra las políticas de los Estados nacionales que, salvo honrosas excepciones, han sido instrumento de los poderes centrales. Y, tremenda paradoja, son los mismos Estados nacionales los que poseen los mecanismos de protección de las autonomías territoriales y las culturas originarias por su misma conformación espacio-cultural.

En las actuales circunstancias, vemos con agrado los avances de los derechos conculcados en las Constituciones nacionales de muchos pueblos hermanos, las nuevas leyes de tierras y comunidades, los reconocimientos de las etnias y las lenguas olvidadas, la protección de las culturas agrarias y la preservación de los inmensos santuarios de biodiversidad habitados desde siempre. Todo ello conforma un nuevo ímpetu por reconocer realidades lascerantes y conflictos adormecidos. Pero asimismo, son los mismos mecanismos constitucionales los que sancionan, a un mismo tiempo, los estatutos de la entrega de la biodiversidad y los territorios a la avidez de las grandes corporaciones del saqueo.

Terrible paradoja la de alentar el desarrollo extractivista como único mecanismo de disposición de los excedentes que habrán de volcarse en la remediación de las necesidades postergadas. Todas las resistencias desde el territorio se dirigen concretamente contra las instituciones estatales encargadas de limpiar los nuevos espacios de apoderamiento. El Estado nacional pasa a ser así, el instrumento visible y corporal de los avances expoliativos y las víctimas de tal proceso advierten, con razón, su desamparo y la debilidad de quien debiera defenderlos.

El repliegue sobre los territorios, sin advertir la verdadera dimensión del conflicto, no hace más que sujetar dominios necesarios a una topografía plana que no da razón de la verdadera espesura del campo vital en disputa. Una vez más las lógicas explicativas instalan el territorio como lugar de la puja por la formación económico-social y a los originarios y campesinos como los sujetos socio-históricos de dicha puja. Una vez más no se logra comprender la pisada del hombre sobre la tierra, esa primigenia instalación que tiene un espesor simbólico y una carga existencial que hace de la espacialidad vivida y localizada el amparo para la caída.

No se defienden únicamente los territorios mensurables, se defienden los territorios inconmensurables ocultos a la trazabilidad de las topografías expansivas. Las culturas ligadas a la tierra defienden horizontes cósmicos comprendiendo que la tierra se encuentra entre un cielo de arriba y un cielo de abajo, es decir, sienten a la tierra como mediación necesaria en el viaje inabarcable.

Intentamos poner las luchas por el territorio en un escenario mucho mayor, la tierra es el escenario mismo de las agresiones civilizatorias, y así como hay una globalidad depredatoria, deberíamos poder pensar desde una globalidad reparatoria, a riesgo de perder de vista la totalidad que es la que permite que los espacios demarcados puedan construirse. Estamos en el intento de pensar una ecología comprensiva que nos afirme en cada una de las resistencias territoriales. Pero creemos que esas acciones pasan inevitablemente por retomar las tareas pendientes de la construcción de los Estados nacionales como única manera de afirmar la soberanía sobre los territorios y los alimentos.

El avance de la frontera del monocultivo industrial presiona sobre las tierras de las provincias norteñas que guardan un delicado equilibrio ecológico y contienen la mayor biodiversidad de nuestra Patria. Se afectan los asentamientos de pobladores ancestrales pero mucho más, se destruye el suelo elemental de todo el pueblo argentino. El complejo agroindustrial golpea a los más postergados y a la economía campesina, pero atenta ciertamente contra la vida de millones de argentinos privados de su soberanía alimentaria y de su capacidad de decidir sobre el destino nacional. La defensa del territorio debe así, formar parte inescindible de la resistencia popular por una patria para todos.

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