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PERFIL DE UN NOBEL: César Milstein, el hombre detrás del científico.

¿Se imagina usted, señor lector, a un investigador de primer nivel y reconocido por la comunidad académica internacional que se anima a cantar tangos, aunque no lo hiciera tan bien? ¿O a un premio Nobel en Medicina que, cuando no estuviera entre tubos de ensayo y microscopios, se divirtiera buceando y escalando?

16 de octubre de 2014| Nicolás Camargo Lescano (Agencia CTyS) |

Todo eso era César Milstein. Un científico argentino que realizó grandes avances en la ciencia, sobre todo por el descubrimiento de los anticuerpos monoclonales, pero que a pesar de la distancia geográfica y de los grandes laureles siempre se mantuvo cerca de sus seres queridos.

Detrás del bronce y de la figura del académico brillante había una persona cálida, aventurera e intrépida, que disfrutaba de debatir sobre cualquier tema con cualquier persona, sea un adulto o un niño, y al que todos le reconocían una gran capacidad de escucha.

“Se divertía muchísimo. Si me preguntan qué aprendí de él, diría que es la certeza de que la vida hay que disfrutarla”, asegura Diana Milstein, doctora en Antropología y sobrina del académico. Junto a su hija Ana Fraile, directora del documental biográfico Un fueguito. La historia de César Milstein (2010), recuerdan para la Agencia CTyS al hombre detrás del científico. En una palabra, a César.

Llegan los tíos

“La primera imagen que tengo de César y su esposa Celia -recuerda Diana- es de cuando íbamos a recibirlos a Ezeiza. Para mí era toda una expedición, yo era muy chica. Eran muy petisos los dos, entonces yo estaba como a medida. No traían muchos regalos, pero lo que traían siempre era muy impactante, como el último disco de los Beatles o un bote inflable para andar en el lago”.

Lejos de la imagen del tío que les cumple todos los caprichos a sus sobrinos, Diana cuenta que Milstein solía preguntarles qué era lo que más querían, pero que lo pensaran bien porque sólo sería una cosa. “Una vez, con mi hermano le dijimos que queríamos una guitarra. Nos llevó a la tienda, probamos varias y después de elegir la que más nos gustaba, él nos la compró”, cuenta.

Era una época distinta a la actual. Internet no existía y el término “redes sociales” significaba una cosa muy diferente a Facebook o Twitter. Al vivir Milstein y su esposa en Inglaterra, donde el investigador trabajaba, las esquelas se convirtieron entonces en un medio crucial para seguir en contacto.

“Se mandaban muchas cartas con mis papás y mis abuelos, y yo también le he enviado algunas. Incluso, una vez nos regaló un grabador con cinta y se hizo costumbre que grabáramos mensajes que después le mandábamos”, cuenta Diana.

Tal vez por esa distancia es que cada visita de César y Celia era tomada como un gran acontecimiento y una fiesta. “Él no se fue porque lo exiliaran, sino porque llegó a la conclusión de que no iba a poder hacer ciencia en el país. Y si bien nunca fue un hombre nacionalista, lo cierto es que no le gustaba irse lejos de su familia”, asegura Diana.

Acaso para que cada regreso al país sea único, o por el mismo deseo de disfrutar al máximo el tiempo con sus seres queridos, Milstein organizaba y costeaba viajes para toda la familia a algún lugar en particular, con la intención de pasar tiempo junto a los suyos.

“Es mi primer recuerdo de él, los viajes que armaba y que estaban buenísimos. Era muy interesante porque era una ocasión para que nos juntemos toda la familia y estemos cuatro o cinco días juntos”, rememora Ana.

En ese tiempo compartido, Milstein era tío, hermano o hijo, pero nunca dejaba de ser científico. Prueba de eso es que disfrutaba de ponerse a debatir e intercambiar ideas con cualquiera, sea grande o chico, como recuerda Ana. “Le daba mucha importancia a lo que uno opinaba, aunque uno no fuese un adulto. Se podía conversar con él de muchas cosas, tomaba en cuenta tus opiniones y las discutía de igual a igual”.

Diana, a su vez, evoca la cualidad socrática de su tío. “Venía y te obligaba a pensar, te pinchaba y te hacía debatir sobre cualquier tema. Era medio chiquilín, ¿eh? A veces me enojaba, porque tengo cinco hijos que en ese momento eran chicos y los hacía llorar, ¡me hacía un lío bárbaro! Pero era un personaje, sin duda alguna”, recuerda con cariño.

No faltaron los hobbies, claro, en la vida del académico. Acaso Milstein puede ejemplificar, de modo perfecto, que la vida de un científico no son sólo cápsulas de Petri o fórmulas matemáticas, sino también deportes. ¿Fútbol, tenis, básquet? No, deportes extremos.

“Practicaba buceo, escalaba, hacía remo –enumera su sobrina-, y todo tipo de deportes de riesgo. Fue también un gran caminador y disfrutaba mucho de hacer campamentos. De hecho, fue uno de los que inició el tema de los campamentos en la UBA”.

Pero los deportes no eran el único pasatiempo del doctor en Química. También hubo tiempo para la música, aunque no era, según recuerda su sobrina, una actividad en la que se destacara.

“Le gustaba mucho escuchar música y disfrutaba de tocar y cantar, aunque la verdad es que cantaba muy desafinado”, se ríe. El Nobel se le animaba, de tanto en tanto, a algún tango o a otro género pero, en palabras de Diana, “no tenía precisamente buen oído”.

Un Nobel para el Doctor Milstein

A veces, las mejores noticias son las más inesperadas. Prueba de ello puede dar Diana, quien relata que cuando su tío recibió el prestigioso Nobel en Medicina, en 1984, ella se enteró de un modo insólito.

“En ese año vivía en Cipolleti, Río Negro. Tenía que ir para Neuquén, que está cerca, para hacer unos trámites en la obra social. Cuando estaciono, me cruzo con uno de mis estudiantes que me felicita. La verdad, no tenía ni idea de qué me hablaba. Cuando me explicó…la verdad fue fuerte escucharlo”, narra.

La experiencia de Ana fue muy distinta, ya que la entrega del Nobel a su tío abuelo la encontró en la escuela. “Yo era chica, tenía nueve años. Antes de entrar a las aulas, dieron la noticia en el patio y nos separaron a mi hermano y a mí. Todos nos empezaron a aplaudir, me acuerdo que tenía una vergüenza terrible”, sonríe al recordar el episodio.

Milstein siempre aseguraba que le otorgaba mucha importancia al reconocimiento de sus familiares y también al de sus pares. No resultó extraño, entonces, la inmediata invitación a a sus parientes en Buenos Aires para asistir a la ceremonia en Estocolmo. Y si bien Diana no fue, porque dos de sus hijos eran muy chicos, recuerda haber seguido la transmisión por televisión y el efecto que causó en la gente.

“A los pocos años vino para conocer mi casa. Era la primera vez que volvía al país después de la distinción con el Nobel. Y ya se hizo un revuelo en el aeropuerto. La gente lo veía por la calle y lo reconocía, lo saludaba con cariño. Nunca había vivido algo así, y lo vivía con mucha risa, le causaba mucha gracia”, recuerda.

Un legado para toda la vida

Con el correr del tiempo, Diana se doctoró en Antropología. Consciente o inconscientemente, Milstein resultó clave en la formación de su sobrina. “César sostenía que el debatir no sirve para convencer a otros de tus ideas, sino para que cada uno desarrolle mejor su argumento. Eso para mí fue fundamental, él no sabe todo lo que me aportó”, destaca la académica.

Ana, por su parte, afirma que todo el proceso de realización del documental-cuya idea surgió con Milstein en vida- significó conocer mucho más sobre la obra de su tío abuelo, al tiempo que le permitió apreciar otras cuestiones. “Hasta que no hice el documental no valoré el Nobel, creo. Lamenté un poco no haberlo conocido más en persona, pero el film me permitió saber mucho más de él”, afirma.

Alrededor de las personas se van construyendo imágenes y opiniones, a veces justas, a veces no tanto. Diana cree que la imagen y el prestigio de su tío son totalmente merecidos. “Trabajó como un loco. Estaba día y noche, por ahí se levantaba en la madrugada y se iba para el laboratorio porque se le ocurría una idea. Pero más allá de eso, tuvo un gran sentido humanitario y fue muy recto en la vida. Creo que eso es digno de destacar, más allá de cualquier distinción”, concluye.

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