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Por quién doblan las campanas

Cuando Ernest Hemingway publicó "Por quién doblan las campanas", ya hacía un año que había terminado la Guerra Civil Española y dos desde la muerte del poeta peruano César Vallejo, que había cantado aquello de "España, aparta de mí este cáliz". Pero no era esta emblemática contienda la que describieron Hemingway y Vallejo, aunque su liturgia literaria se refiera a ella.

17 de noviembre de 2008| copenoa |

Ni Vallejo ni Hemingway eran sofocados contempladores de realidades lejanas. Ambos estuvieron en el campo de batalla en la España que caía. Ambos entrevieron, no ya la guerra en sus dramas, sino la tragedia humana. "La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad", había dicho John Donne en un estremecedor poema que es la inspiración de Hemingway. La tragedia del hombre.

Cada pequeña tragedia, son tragedias de todos. O debieran serlo. Como cada pequeño acto de libertad debiera extenderse, por reflejo, a cada unas de las gentes. O cada gesto de dignidad.

En la Argentina, hay varias tragedias que, aún en su aletargada dimensionalidad, comienzan a ser notadas en esas migajas indecentes que llegan al bolsillo del alma de cada argentino. La del hambre, precisamente, es la mayor tragedia. Negada, por supuesto, con los exabruptos de cifras e índices que resuenan ya perversos, ya siniestros.

La de la salud, es otra tragedia argentina. En el territorio del hambre, también cabe, lógicamente, la extensión de la enfermedad. Niña o niño. Hombre o mujer. Con el género discutido en los ámbitos mediáticos mientras la infancia o el mujerío, o la quejumbrosa madurez del macho, caen con sus espaldas por el suelo por los hospitales que son peores que la tienda de campaña del libro de Hemingway. La vida superando al arte. La vida como tragedia.

Y pongo, con el rubor de la sangre, en el último espasmo del pensamiento humano, la tragedia educativa. No por última, sino por primera. Y pienso en las dignidades (aunque el mediocre se tiente con el singular) y la guerra de las jornadas por el hambre la salud, el trabajo, la pobreza.

Y observo que la excelsitud del espíritu ha caído bajo los galimatías de los mentirosos y los obsecuentes, mientras los poderosos (que debieran acabar con las tragedias) se carcajean por la estupidez de los que padecen su poder. Pasa en todo el país. Hasta tuvieron que matar un maestro, como un emblema de la tragedia humana que nos socava día a día.

Es que llegamos a creer que las tragedias son genéricamente grandes. Porque no nos imaginamos que cada piel lacerada o cada letra no aprendida, es una pequeñez que se suma, irremediablemente, a las tragedias del mundo.

Es lo que les pasó a los docentes argentinos desde que las dictaduras los apabullaron allá lejos y hace tiempo, a estas democracias "al granel" y lavadas con champú berreta que arreglan, como en Salta, con cien pesos bastardos la lucha de una dignidad que algunos coronan con el sustantivo "unidad", de dudosa hechura moral, sin imaginar que la corona, en todo caso, es de espinas.

Y seguirá pasando. Como en Neuquén, con un pizarrón enlutado. Como en la llamada Capital Federal, con sus carpas y sus meneos kirchnerianos, o en la Buenos Aires de un corredor de color violeta, con olor a perfume de boutique y reflejos políticos y solidarios como estercolero de elefantes. Las tragedias humanas, son éstas, que después, terminan siendo las fotografías de niños wichis muertos en la soledad de un monte o carcomidos por el agujero del hambre.

Los burócratas, claro, discutirán cómo hacer una ley de educación que no jorobe la paciencia. Y los especialistas en víctimas, resolverán las ecuaciones de los presupuestos que, en realidad, son enfermedades venéreas de las que todos se alejan porque se olvidaron el forro en la casa de la última amante.

Las tragedias humanas no son las guerras. Son cada hombre. Cada mujer. Cada niño. Las guerras acaban más o menos rápido y matan más o menos gentes. Pero acaban, en algún momento acaban como contiendas. La cuestión, como diría Horacio Ferrer, "no está en llegar, sino en seguir". Con la tragedia a cuestas. Y con la lucha.

Son tragedias que se enhebran, poco a poco y son las que, luego, desatan la desesperanza porque, aunque el drama sea menor, el de al lado lo siente y a su vez, el de al lado de éste. Por eso, cuando Hemingway, que sabía de tragedias, puso en su libro "Por quién doblan las campanas", el verso de Donne, advertía al mundo sobre las tragedias eternas.

Porque la humanidad debiera ser un logro, desde uno, como parte de todos, como decía John Donne:

"Nadie es una isla, completo en sí mismo;
cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra;
si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida,
como si fuera un promontorio,
o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia;
la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad;
y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas;
doblan por ti."

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