Sin saberlo, aunque seguro lo adivinó, su nombre estaba inscrito desde hace mucho en la “lista negra” de los militares argentinos. Ellos sabían de su obstinada denuncia de los crímenes que se cometían en su país, pero también en Chile y en Centroamérica. Sus libros y su nombre estaban proscritos durante aquellos tiempos de muerte y oscuridad en muchos países latinoamericanos. Tal como imaginó en uno de sus relatos, esa rata gigante que comandaba a todas las ratas había dado con su nombre. “Satarsa” había inscrito en su hoja de terror a Julio Cortázar.
Las ratas estaban en la Casa Rosada, allá en Buenos Aires, también en La Moneda cenicienta de Santiago, pero “Satarsa” estaba en otra parte, imponiendo su orden nauseabundo, lanzando personas desde los helicópteros sobre el Río de la Plata o sobre las olas del Pacífico. En brumosas noches de pleamar, los cuerpos mutilados eran arrojados como bultos por negras libélulas metálicas. Cuerpos desaparecidos para siempre, tragados por el océano.
“Satarsa” había registrado el nombre y de su puño y letra anotó: “extrema peligrosidad” Nada molesta tanto a las ratas como las voces que denuncian sus ignominias, acostumbradas como están a las voces esclavas y al servilismo de los cobardes, nada molesta más a “Satarsa” que aquellos que conocen su nombre: Satarsa la rata, secreto palíndromo de Atar a las Ratas. Es así, quien conoce su verdadero nombre se gana un espacio en su negra lista. Las ratas aman el olvido, quieren que el bebé arrancado de los brazos de su madre muerta en la tortura jamás conozca su historia, quieren que la sangre de sus víctimas sea lavada por el mar y el recuerdo del horror borrado por el tiempo. Las ratas aman la amnesia que oculte sus rostros y sus huellas.
Por eso, cualquier poeta inspirado por las “Musas”, hijas de la diosa de la memoria “Mnemosine”, es muy peligroso… el poeta es capaz de recordar. La secreta alquimia de las palabras, reservada al poeta, es el don de la memoria. A estos “crononáutas” les está reservada la tarea de hacer presente el otro ahora, el otrora, ese presente diferido. A veces, solo a veces, les es otorgada la gracia del “voyant”, hablar con los muertos y escudriñar el porvenir.
Julio Cortázar debía estar en la “lista negra” de los Videla, los Pinochet y otros junto a todos los artistas e intelectuales valientes de nuestra América, porque son ellos los portadores de una memoria que denuncia y acusa a “Satarsa” allí donde se aparece. Cuando la palabra deja de ser fácil lisonja para el poderoso o narcótico placer galante y comienza a ser otra cosa, una filosa memoria que trae postales del averno, entonces, “Satarsa” engrosa de nuevo su lista, su horrida retahíla de nombres, como ha hecho desde siempre, esperando su noche de barbarie y de muerte.
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