Mañana comenzará a tratarse en el Congreso de la Nación el proyecto de reforma de la Ley 17.319 de Hidrocarburos que impulsan el Gobierno Nacional y la Organización Federal de Estados Productores de Hidrocarburos (Ofephi). En resumidas cuentas, el objetivo es dinamizar el mercado hidrocarburífero a través de la estandarización de la legislación y los contratos para atraer la inversión externa. Una receta que marca continuidades con otras políticas iniciadas en la década de los ’90, sostenidas en los años siguientes, y con las reformas promovidas por el Departamento de Estado de EE.UU. en Este de Europa para viabilizar la explotación de yacimientos de gas y petróleo de esquistos.
Uno de los cambios más profundos que propone el proyecto llega bajo el discurso de la competitividad, una palabra muy de moda en las olas neoliberales de los años ’90. Es bajo este paradigma que, de aprobarse la reforma tal cual llegó al Congreso, los Estados provinciales y el nacional quedarán impedidos de crear áreas de reserva y adjudicarlas a las empresas que controlan (GyP, YPF, Pampetrol, etc.); también se pone fin al sistema de acarreo -que permitía asociarse a proyectos sin realizar una inversión inicial de capital. De esta manera, a dichas empresas se les exigen los mismos requisitos que a las privadas, lo que implica en la práctica profundizar las asimetrías frente a las grandes compañías. Por otro lado, la aprobación e implementación de reforma de la Ley de Hidrocarburos con Enarsa significaría firmar su defunción ya que las áreas offshore que controla serán revertidas a Secretaría de Energía de Nación para nuevas licitaciones “competitivas”.
Es decir, no sólo no se descarta de plano la transferencia del dominio de los hidrocarburos y control de la industria por parte del Estado Nacional, con participación de las provincias, sino que allana aún más el camino al sector privado. Si bien la iniciativa recibió algunas críticas de representantes de empresas transnacionales, que reprochan que sólo YPF participara de la discusión, el proyecto responde a las demandas del sector que, hasta el momento, dosificó al extremo las inversiones a la espera de mayores beneficios. El texto en ciernes mantiene el modelo de concesiones y, en ese aspecto, sólo modifica los plazos de los períodos de exploración y explotación, según se trate de bloques convencionales, offshore o no convencionales; con respecto al último tipo de yacimientos, se le asigna un tipo de concesión particular y, en sintonía con las modificaciones que introdujo el acuerdo YPF-Chevron, se le confiere un plazo de explotación inicial de 35 años. Por otra parte, quita el tope a la cantidad de áreas adjudicadas por empresa –cinco por concesionario-, “sincerando” una situación de abierta irregularidad en la que se encontraban las principales compañías y, en definitiva, legalizando los procesos de concentración oligopólica. Asimismo, en otro guiño al sector, se pone un techo a las regalías (hasta 18%) y, reduce del 50% al 25% la tasa de acumulación del canon que la concesionara paga en caso de prórroga durante etapa de exploración.
Por otra parte, este proyecto pone de manifiesto la volatilidad de los discursos que pronosticaban, en el corto plazo, lograr la soberanía hidrocarburífera y el autoabastecimiento a partir de la explotación masiva de Vaca Muerta y otras formaciones de esquistos. En un nuevo intento de incrementar los niveles de extracción de gas y petróleo, el Estado renuncia a otra porción de la renta petrolera, al poner un techo, e incluso permite reducir, el cobro de regalías, esta vez, a fin de estimular los proyectos de recuperación terciaria y el desarrollo de yacimientos offshore y de crudos ultra pesados -el nuevo actor no convencional cuyo potencial conocido al momento se sitúa en la provincia de Mendoza, cercana al Área Protegida de Llancanelo.
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