Mientras el gobierno kirchneriano y el campo se pelean por un "quítame allí esas pajas" -tenue promesa de Don Quijote a su escudero-, el joven Juan Manuel Urtubey vocifera desde una propaganda en la que promete, a su vez, "alguna ínsula" en la que muchos salteños -Sanchos desesperanzados-, pudieron creer tras la generalizada hambruna de desolación que venía de más de una docena de años y añicos. Esos gritos del gobernador de la ínsula, surgidos desde la composición sónica propagandística, pertenecen a su campaña electoral de 2007. Ahora, Urtubey la utiliza para hacernos saber que "alguna ínsula" nos será dada. Es decir, nos matará el hambre con algún interesante y siempre clientelístico programa alimentario.
Cuando una persona enflaquece demasiado, al punto tal que las abuelas salen corriendo a comprar el viejo Opovital B12, sin saber que ya no existe, se dice que esa persona tiene un marasmo. Es decir, el cuerpo deja de tener la dinamia necesaria para crecer en todas sus dimensiones. Por el contrario, parece que la persona se agobia, empequeñeciendo su propia extensión.
Cuando el marasmo es producto del hambre, hay un cierto grado de desnutrición que ni opovitales, ni aceites, ni complejos vitamínicos pueden subsanar, si es que se logra subsanar algo de lo ya desgajado. Los niños, sobre todo, crecen con bracitos y piernas delgadas, casi escuálidas, ojos demasiados grandes y blancos y cabello como sucio. Es, apenas, la suciedad del hambre. Si el grado de desnutrición es mayor, la caquexia, esa amoralidad humana, es la consecuencia.
El ministro de Salud de Salta, Alfredo Qüerio, es, por acción u omisión, el responsable directo de que se hayan registrado dos casos severos de desnutrición de niños wichis. En términos de índices y registros, a los que son tan apegados los técnicos de cualquier área que debiera ser conducida por humanistas y no por burócratas, ambos casos parecen extraordinarios y nada demostrativos de la realidad salteña.
Pero resulta que el propio discurso del gobernador Urtubey y la prosecución de un programa alimentario, sin dudas clientelístico, habla a las claras de que la problemática es mayor. Sin índices ni cuadros (que está visto que se pueden manipular al antojo de cualquier funcionario, como los registros del INDEK), se sabe que en la capital salteña hay una creciente población infantil desnutrida o mal alimentada además de propensa a caer víctima de pegamentos y pacos. Cualquier maestra de las escuelitas cercanas al centro pero en pleno corazón de la infamia alimentaria lo sabe: hasta los padres están desnutridos. Y cuando las docentes, por las propias tripas y por la injusticia, hacen alguna huelga de obligada legitimidad, saben que muchos niños quedan desprotegidos de una taza de leche o anchi caliente con qué sostener el vientre del día anterior. "Hambre atrasada", que le dicen.
Y esto es lo que el ministro Qüerio no sabe (lo cual es una irresponsabilidad) o sabe y no reacciona (lo cual es una pelotudez del alma) y enmarca, de este modo, las hambrunas de los niños del interior y de los pequeños aborígenes que el siglo y los modelos van diezmando más que la conquista española.
Por eso, la propaganda urtubeycista es inicua: propende a crear la ilusión de un mundo justo cuando, en realidad, es apenas un bosquejo de mundo, imposible por ello, de ser vivido.
Si al ministro Qüerio se le suma el titular de Educación, Leopoldo Van Cawlaert con su desconocimiento de la realidad educativa salteña (es verdad que no sabe cuánto gana una maestra con 20 años de antigüedad) y el propio gobernador Urtubey, que ni siquiera lucha contra molinos de viento, sino contra el propio viento, la compleja motricidad de la sangre y de las ideas son una utopía atorrante.
Y el marasmo enflaquecedor deriva en esto que pasa en Salta: la inmovilidad moral, que se llama, justamente, "marasmo".
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