El galope del caballo con el jinete muerto y duro, el rostro hacia el frente, yendo por la senda del triunfo, es la imagen más certera del héroe: el Cid Campeador, a pesar de estar muerto sobre el caballo, espanta a los enemigos y lleva a sus tropas a la victoria final. Cumple su cometido de héroe y se transforma en mito.
Pero, ¿hubiera sido el Cid el héroe-mito de no haber estado sus soldados prestos a continuar con la idea de su lucha? Difícilmente.
Los héroes de carne y hueso lo son porque los sostiene un fundamento de otras gentes. Los libertadores americanos (San Martín, Bolívar, Sucre, O’Higgins) tuvieron su acto de fe heroica, partida de una idea heroica y seguida por grupos heroicos. Esto convirtió a aquellos en héroes. La gesta sanmartiniana, se dice, es la gesta del heroísmo por excelencia.
Pero no fue una gesta individual sino un acto basado en un pensamiento (la emancipación) y sostenida hasta por el mito del sargento Cabral. El héroe y el mito se entremezclan con la realidad y surge el eterno retorno: el heroísmo ha de ser emblemático. No se entiende un héroe derrotado. Es incomprensible para el colectivo, imaginario o real. San Martín, sin saberlo quizás, recreó el mito al volver para siempre a Europa. Dejó el emblema para siempre. Fue el héroe vencedor. El de la Gran Epopeya.
Las democracias, a veces, devienen del mito y se sostienen por el heroísmo. Sus hombres, sus gobernantes, son emblemas hasta que el sistema se cotidianiza, se hace jornal. Es cuando la democracia funciona por imperio de sus propios engranajes.
Pero necesitan, primero, de los héroes. Como la democracia argentina, que cumple 25 años de vida. La real, la completa, la de todos los derechos y todas las libertades. No las históricas sesgadas (sin votos populares, sin participación femenina, con protecciones autoritarias), sino la de este cuarto de siglo.
Y ¿cuáles fueron los héroes argentinos? Sin comprimir un ápice la figura de quién, para el radicalismo, representa la esencia republicana y democrática, como Raúl Alfonsín, he de decir que el mito del héroe democrático, es uno con miles de caras. Es el héroe que regresa para triunfar, definitivamente. Es el héroe en el que ya no hay espacios para su derrota. Para ello, como el héroe de carne y hueso o los héroes mitológicos, ha de pasar por la tragedia y, tras ella, surgir vencedor y definitivo: "El Héroe de las Mil Caras", diría Joseph Campbell. Es decir, el propio colectivo.
Este es el principio del emblema, no ya del mito: los hombres y las mujeres, metidos en los trajes de cada día ("viendo a la gente andar,/ponerse el traje/y descubrir la fuente de lo nuevo", escribió Juan Gelman) son los héroes de la esforzada y sudorosa democracia argentina. Reforzar la idea del heroísmo sobre la base de individuos o sectores (casi siempre de oscuridades y fantasmagorías perversas) no tiene que ver con la epopeya democrática.
El héroe de las mil caras es el de los que murieron; de los que no están; de los que estando, tuvieron miedo pero arremetieron desde sus miedos; de los pañuelos blancos marchando por sus sombras; de las rabias y las esperanzas; de los descreimientos, los escepticismos y la fe; de los pocos y los muchos; de los que fueron y de los que no. De todos fue el rostro de la democracia argentina. De todos los héroes o de ese único héroe de mil rostros para siempre.
La democracia argentina, imperfecta, cuestionable, casi con ese dejo de carga fatigosa, es la idea del heroísmo mismo, con sus crímenes y tragedias, lo que convierte al antiguo mito democrático en realidad heroica.
Por eso hay un 10 de diciembre este 10 de diciembre. Algunos, seguro, calificarán a esta fecha como 10-D, en una terminología castrense tan al uso mediático.
Yo prefiero, en cambio, rememorar lo que fue el día de hace 25 años desde el mito hacia el heroísmo. Que de nuevo será mito hacia la aurora de otros imposibles. Con nuevos héroes, colectivos, multitudinarios, muchos, miles, de pura democracia.
Diario de la criminalización de la protesta social en Salta - Marco Diaz Muñoz
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