Cifras que duelen: una infancia atravesada por el hambre
Los datos difundidos por el Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA-UCA) muestran con crudeza el deterioro sostenido en el acceso a la alimentación para las infancias y las adolescencias en el país. Según el informe “Inseguridad alimentaria en la infancia argentina: un problema estructural observado en la coyuntura actual”, en 2024 el 35,5 % de los NNyA entre 0 y 17 años vive en hogares con carencias alimentarias, ya sea en cantidad o calidad. De ese total, la mitad atraviesa situaciones graves de privación alimentaria, lo que significa directamente pasar hambre por no tener qué comer. El dato alcanzó en 2024 un alarmante 16,5 %, cuando entre 2010 y 2017 se ubicaba por debajo del 9 %.
La serie histórica, que analiza la evolución desde 2010 hasta hoy, revela que el fenómeno de la inseguridad alimentaria (IA) se ha vuelto estructural. A partir de 2017, y con el impacto posterior de la crisis y la pandemia, los indicadores se disparan: el piso histórico que antes rondaba el 20 % ahora se estabiliza en torno a un tercio de la infancia argentina. La pobreza, la precarización laboral y el vaciamiento de las políticas sociales tienen consecuencias concretas: niñas y niños que no comen.
El hambre no discrimina: también golpea a la clase media
El informe muestra que la inseguridad alimentaria ya no es un fenómeno exclusivo de los sectores más pobres. También afecta a franjas de la clase media empobrecida, que ven deteriorarse sus ingresos frente al deterioro del poder adquisitivo, el encarecimiento de los servicios básicos y el recorte deliberado de programas y políticas sociales. Hay familias con trabajo formal, con niveles de estudio o incluso con obra social, que hoy recortan porciones, saltean comidas o acceden a alimentos de menor calidad. En muchos casos, eso implica reemplazar comidas nutritivas por fideos instantáneos, salchichas, panificados industriales, jugos artificiales, arroz o harinas como base casi exclusiva de la alimentación. Estos productos ultraprocesados, aunque accesibles, están cargados de azúcares, grasas, sodio y aditivos. Su consumo frecuente se asocia a un aumento de enfermedades como obesidad infantil, diabetes tipo 2, hipertensión, anemia y carencias nutricionales que afectan el crecimiento, el rendimiento escolar y el desarrollo emocional de niños, niñas y adolescentes.
Lo que antes era un fenómeno ligado a la indigencia, hoy se extiende a amplios sectores populares empobrecidos por el ajuste brutal.
Es que el modelo libertario que comanda Javier Milei ha acelerado el proceso de pauperización social. Mientras reduce el poder adquisitivo de salarios, jubilaciones y programas sociales, el Gobierno consolida un régimen del hambre que ya no puede esconderse ni con blindaje mediático.
¿Ausencia del Estado? No. Intervención para hambrear
Frente a este escenario, resulta tramposo hablar de ’retirada’ del Estado. El Estado capitalista no se retira: interviene para garantizar el ajuste. Lo hace con políticas deliberadas que priorizan el pago de la deuda externa y los privilegios del capital, mientras desmantela toda política social. En tiempos donde muchos sostienen que ’hace falta más Estado’ o que ’el Estado debe volver’, lo que está ausente no es el Estado, sino toda respuesta al servicio de las necesidades populares. Porque el Estado está: está para reprimir, para recortar, para dejar pasar despidos, para sostener negociados. No es un problema de ausencia, sino de clase. No se trata de cualquier Estado, sino de uno que actúa como garante del orden capitalista.
Un ejemplo brutal fue el escándalo de los 6 millones de kilos de alimentos retenidos en galpones del Ministerio de Capital Humano, que no fueron entregados a comedores comunitarios. La ministra Sandra Pettovello, denunciada penalmente por organizaciones sociales, se negó sistemáticamente a distribuir esa comida. La respuesta del gobierno no fue un plan de emergencia, sino militarizar galpones, perseguir comedores y montar una campaña de criminalización de la asistencia social.
Mientras tanto, se ajusta incluso en áreas tan sensibles como la salud infantil. El Hospital Garrahan, principal centro de salud pediátrica del país, viene siendo blanco de ajustes y restricciones presupuestarias que afectan su funcionamiento. En 2024 se denunciaron recortes significativos que impactaron, por ejemplo, en la provisión de insumos. Además, el personal de salud, administrativo y técnico sufre falta de aumentos salariales y enfrenta presiones y represalias cuando busca organizarse y reclamar mejores condiciones laborales. Esta situación refleja una continuidad de ataques que comprometen la calidad de la atención a la infancia en un contexto de ajuste estatal.
La combinación entre ajuste sanitario, recorte alimentario y desguace de programas sociales configura una política criminal contra la infancia, que no puede explicarse como desidia: es un programa económico con objetivos concretos.
El hambre como política de Estado
Los datos de la UCA no hacen más que confirmar lo que se vive todos los días en los barrios. Según el informe, la inseguridad alimentaria afecta más a hogares monoparentales (43 %), familias numerosas (45 %), hogares con adultos desocupados o precarizados (51 %), y aquellos que dependen de la AUH o la Tarjeta Alimentar (49 %). También castiga más a las niñas, niños y adolescentes con trayectorias escolares interrumpidas o rezagadas (44 %), revelando un círculo perverso entre hambre, pobreza y desigualdad educativa.
A pesar de todo, la Asignación Universal por Hijo mostró un leve efecto protector en 2023–2024, especialmente cuando se incrementó su valor real y se desaceleró la inflación. Aun así, el efecto es marginal frente a un modelo que produce pobreza en masa. El informe concluye que más de la mitad de las niñeces y las adolescencias experimentaron al menos un episodio de inseguridad alimentaria entre 2022 y 2024. Para un 15 %, esa situación fue crónica.
Organizar la bronca: el derecho a comer no se negocia
La catástrofe alimentaria no es un error de gestión ni un efecto secundario del ajuste: es la expresión directa de un régimen social que condena a la niñez a la miseria. Mientras Milei se ufana del superávit fiscal y la ministra Pettovello ejecuta el ajuste con crueldad tecnocrática, millones de pibas y pibes no tienen qué comer. Los sindicatos, en su mayoría paralizados, han dejado pasar este ataque criminal sin un plan de lucha a la altura.
Frente a esto, se impone la necesidad de organizarnos desde abajo. En comedores, escuelas, hospitales y barrios, miles de trabajadores y trabajadoras sostienen lo que el Estado destruye. Las organizaciones sociales y la izquierda vienen denunciando esta situación desde el primer día. Pero hace falta más: unidad, organización y lucha para frenar el hambre planificado y conquistar una vida digna. La resistencia ya se expresa en las luchas de trabajadores y trabajadoras del Garrahan y el Posadas, en la pelea de estudiantes por una educación pública de calidad, y en la movilización de jubilados que reclaman sus derechos.
Esa fuerza debe traducirse en exigirle a la CGT y a las centrales sindicales que dejen de transar con el ajuste y la precarización, y que encabecen un plan de lucha serio y contundente en defensa de los intereses de las mayorías. La bronca y el descontento están en la base, solo con esa fuerza organizada será posible derrotar el ajuste. (LID) Por Violeta Lavinia. Equipo Técnico de Infancias y Adolescencias
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